Hablar de derechos de infancias y adolescencias puede revestir una tarea compleja, principalmente porque en el imaginario colectivo todos hemos comprendido lo que significa que niñas, niños y adolescentes tengan derechos frente a otras personas e incluso frente al Estado.
Consideramos que somos una sociedad justa y empática con ellos, principalmente porque nos producen tanta ternura y ganas de protegerlos, y creemos que esa es efectivamente nuestra y su realidad.
Sin embargo, no es así.
Siete de cada diez niñas, niños y adolescentes han sufrido, y siguen sufriendo, algún tipo de violencia. Van en aumento los delitos sexuales cometidos contra este grupo poblacional, y el número de infancias y adolescencias que han sido privadas de la vida ha alcanzado en los últimos años un porcentaje aterrador.
Según datos publicados por REDIM (Red por los Derechos de la Infancia en México), «únicamente en 2023, 2,319 personas de entre 0 y 17 años fueron víctimas de homicidio a nivel nacional, de acuerdo a las cifras de incidencia delictiva del fuero común 2015-2023 que publica el SESNSP».
Hay un promedio de 500 niños en albergues públicos y privados que han sido separados de sus familias por causa de vulneraciones graves a su integridad. Con tan solo estos datos, ¿podemos decir que entendemos que niñas, niños y adolescentes tienen derechos?
En noviembre de 1989 se firmó la llamada Convención de los Derechos del Niño de la ONU (hoy debemos referirnos de forma más inclusiva: son derechos de la niñez).
El aporte más significativo de dicho documento normativo estriba en reconocer la titularidad de derechos a este grupo etario.
Sin embargo, es muy pertinente que nos preguntemos: ¿Qué significa que niñas y niños sean titulares de derechos? ¿Qué elementos conlleva y a quiénes vincula?
Para ejemplificar, podríamos comenzar por recordar lo que significaba la patria potestad y cómo ello representaba el poder sobre los hijos, negando cualquier tipo de autonomía y reconocimiento frente al derecho de los padres.
A lo largo de la historia, una perspectiva de la infancia invisibilizada, anegada en derechos, dejaba a los padres el ejercicio de la patria potestad sobre la persona y bienes de hijas e hijos —defino la institución según lo establecido en el artículo 413 del Código Civil de Nuevo León—.
Esta definición, que se repite en casi todos los ordenamientos civiles o familiares, nos arroja la idea de un cúmulo de potestades que tiene una persona sobre otra, en pocas palabras, el ejercicio de poder.
Sin embargo, desde la visión de los derechos humanos de niñas, niños y adolescentes, asumida internacionalmente desde 1989, hemos estado transitando —en atención a que aún estamos en ese camino— desde una perspectiva tutelar a una denominada garantista, llamada “perspectiva de la protección integral”.
Ello significa que, frente a los derechos paternos, se deben reconocer derechos autónomos de los hijos e hijas, lo que nos lleva al entendimiento de un reconocimiento, no solo desde la perspectiva del derecho privado, sino desde la óptica de la protección de derechos constitucionales y humanos, reconocidos de forma literal en el ordenamiento.
Por tanto, si el derecho del ejercicio de la patria potestad colisionara con el derecho autónomo de una hija o hijo, el justiciable deberá analizar con base en derechos autónomos, y no con base en una perspectiva de desigualdad con base en el poder.
Dicho en otras palabras, si una niña, niño o adolescente se ve vulnerado en sus derechos autónomos, deberá atenderse a la protección de dichos derechos, los cuales ya han sido reconocidos y son vinculantes para el Estado Mexicano.
Ahora bien, esta titularidad de derechos ha obligado al Estado a crear mecanismos que generen las vías óptimas para la garantía de derechos. El reconocimiento ya es una realidad; las garantías, no tanto.
Es menester que, a partir de la definición de los derechos de niñas, niños y adolescentes, el Sistema Integral de Protección de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes (SIPINNA), creado por ley en los tres órdenes de gobierno, pueda eficientar o, en su caso, crear la política pública que permita aplicar materialmente toda una estrategia, primero para visibilizar y después para garantizar todos y cada uno de los derechos de este grupo al que nos referimos.
Finalmente, no se olvide: no estamos trabajando para crear una sociedad mejor en 15 años, estamos trabajando para que los derechos se vean, se reconozcan, se garanticen hoy que las niñas, niños y adolescentes lo son. Porque, justamente, tienen el derecho, y si ello nos lleva de forma natural a mejorar la sociedad, pues que así sea.