En vísperas de lo que será un proceso acelerado para reformar la Constitución con el objetivo de modificar la composición del Poder Judicial y, entre otros aspectos, democratizar el nombramiento de jueces, magistrados y ministros, se avecina un escandaloso atropello a la división funcional de los poderes públicos.
Por: Marcelo Sepúlveda Ferrer y Jesús Arguijo González
Esto se debe a que la reforma apunta a desprofesionalizar la impartición de justicia mediante la implementación del sufragio como mecanismo de selección de las personas juzgadoras, lo que, sin duda, fomentará que tales cargos no sean ocupados por quienes reúnan los conocimientos técnico-jurídicos necesarios para impartir justicia, sino por aquellas personas cuyo mayor mérito sea haber superado una prueba de popularidad.
Además, la pretendida democratización de la impartición de justicia
pondrá también en tela de juicio la independencia e imparcialidad de los integrantes del Poder Judicial, en la medida en que los candidatos elegidos por sufragio tendrán una natural inclinación para con sus electores.
Todo esto, con gran preocupación, deja ver un esfuerzo por politizar la justicia y apunta a eliminar un contrapeso esencial para el funcionamiento del sistema jurídico mexicano, el Poder Judicial de la Federación.
Visto lo anterior, es preciso preguntarnos qué es lo que sigue. Es decir, una vez aprobada la llamada reforma judicial, ¿qué mecanismos existen para anular este notable retroceso?
Para responder a esto, primero debemos ahondar en estas dos interrogantes: ¿el poder reformador de la Constitución puede modificar la norma fundamental sin restricciones ni limitaciones? Y, en su caso, ¿qué autoridad es la encargada de asumir la función de la revisión de los actos del poder reformador de la Constitución?
Para ofrecer un análisis más completo sobre las implicaciones de estas preguntas, es necesario recurrir a las experiencias del derecho comparado, en específico a los procesos constitucionales latinoamericanos, debido a la identidad geopolítica, histórica y cultural.
En este sentido, la experiencia constitucional del Estado colombiano resulta orientadora, ya que nos permite identificar tres puntos clave:
-Los límites a los que se encuentra sujeto el poder reformador de la Constitución.
-La existencia de una vía para la impugnación de una reforma a la Constitución.
-El órgano encargado de llevar a cabo el control de regularidad constitucional.
Sobre el primer punto, en algunas constituciones se han establecido las denominadas cláusulas de intangibilidad, entendidas como aquellas que el constituyente determinó que no podrían ser modificadas por ser consideradas como parte integrante del núcleo esencial de la Constitución.
Sin embargo, en Colombia, como sucede en nuestro país, su constitución no contempla expresamente estas cláusulas, lo que podría llevar a pensar que no existen límites para el ejercicio de la facultad reformadora de la constitución, pero no es así.
La inexistencia de tales cláusulas no se entiende como un facultamiento irrestricto a favor del constituyente permanente.
Como fuera resuelto por la Corte Constitucional colombiana, a través de la sentencia C-551 de 2003, apoyándose en la doctrina de la sustitución de la Constitución, se concluyó que el poder reformador no podía realizar modificaciones que “lesionaran gravemente” los fundamentos de la constitución y del Estado Constitucional de Derecho.
Esto porque la facultad de reformar la Constitución no concede “la posibilidad de derogarla, subvertirla o sustituirla en su integridad”, como lo sería el acto de modificar uno de sus elementos estructurales, ya que el constituyente derivado “no puede arrogarse funciones propias del poder constituyente, y por ello no puede llevar a cabo una sustitución de la Constitución porque estaría minando las bases de su propia competencia”. Es por esto que, al amparo de la doctrina de la sustitución de la constitución, se impuso como límite del poder reformador la no modificación de las decisiones fundacionales de la Constitución.
Es por esto que al amparo de la doctrina de la sustitución de la constitución se impuso como límite del poder reformador la no modificación de las decisiones fundacionales de la Constitución.
Con esto, pareciera suficientemente claro que la ausencia de las cláusulas de intangibilidad de ninguna manera representa un obstáculo para defender la existencia de los límites del poder reformador de la Constitución.
Con esto, parece suficientemente claro que la ausencia de las cláusulas de intangibilidad de ninguna manera representa un obstáculo para defender la existencia de los límites del poder reformador de la Constitución.
Criterio que también ha sido avalado por diversos y respetados juristas mexicanos, entre los cuales destacan Fix-Zamudio, Ignacio Burgoa, Jorge Carpizo y, más recientemente, Miguel Carbonell, quien sentenció que sustituir los elementos esenciales o estructurales de la Constitución “equivale a poco menos que un golpe de Estado, aunque se haga a través de los mecanismos constitucionales”.
En cuanto al segundo punto, es decir, sobre la existencia de una vía para la impugnación de una reforma constitucional, la sentencia de la Corte colombiana ofrece un criterio de visible importancia en nuestro contexto actual, ya que ratifica la posibilidad de que una reforma constitucional pueda ser invalidada ante una vulneración del orden constitucional perpetrada por el poder reformador.
Aclarando que, si bien la Constitución de Colombia permite la revisión del procedimiento de reforma constitucional por vicios formales, la trascendencia del criterio plasmado en la sentencia C-551 de 2003 radica en la posibilidad de sancionar la existencia de actos reformatorios inconstitucionales debido a la alteración de los principios fundacionales de la Constitución.
Así, partiendo de la base de que el texto constitucional limitaba el control judicial a los vicios del procedimiento de reforma, la Corte amplió los fundamentos de su actuación, argumentando que el “control de la Corte se extiende al estudio de los eventuales vicios de competencia en el ejercicio del poder de reforma, pues la competencia es un pilar y un presupuesto básico tanto del procedimiento como del contenido de las disposiciones sujetas a control”.
Con esto, la Corte resolvió que el análisis formal del procedimiento de reforma también comprendía el estudio de la competencia del poder reformador, debido a que el constituyente permanente en todo momento se encuentra limitado por las decisiones fundamentales plasmadas por el constituyente originario en el texto constitucional.
Lo que implica que la Corte, como tribunal constitucional, no debía acotar su función a un simple ejercicio de validación del procedimiento de reforma, sino también a vigilar la competencia del poder reformador de la Constitución. Habiendo fijado este límite a la competencia del poder reformador, la Corte refrendó la necesaria existencia de un control de regularidad, ya que para asegurar la protección de las decisiones fundacionales, “el poder de reforma tiene límites y está sujeto a controles”.
Lo que necesariamente exige el diseño de un mecanismo de control de regularidad que permita resolver las controversias que se susciten con motivo de una extralimitación competencial del poder reformador en el ejercicio de su función revisora de la Constitución.
Este criterio, con sus respectivos matices, también se aprecia en la discutida sentencia N.° 014-2002-AI/TC del Tribunal Constitucional de Perú, pues concluyó que existe un cúmulo de principios fundamentales en una constitución que se encuentran fuera del marco competencial del poder revisor de la Constitución, y que por lo tanto no pueden ser válidamente modificados. Por ello, la existencia de estas decisiones fundamentales exige un mecanismo de control de regularidad que permita proteger a la Constitución. Tal como fue señalado por Manuel Aragón, «el control es un elemento inseparable del concepto de Constitución», por lo que los actos del poder reformador de la Constitución, como poder constituido, necesariamente deben de estar sujetos a un escrutinio formal de regularidad constitucional.
En tal virtud, ante una perturbación grave al orden constitucional, a causa de una modificación a sus elementos estructurales, existe un consenso razonable sobre la necesaria existencia de una vía legal que permita la defensa del máximo ordenamiento jurídico.
Aspecto que en nuestro país, de inicio, representa un obstáculo que deberá ser valorado por la Corte a la luz de las exigencias de la actualidad.
Esto es así debido a que, conforme al artículo 105 de nuestra Constitución federal, los medios de control de regularidad constitucional se encuentran esencialmente dirigidos al ejercicio de validación de las normas secundarias y no directamente sobre la norma constitucional. Incluso respecto de la figura de la acción de inconstitucionalidad, existen diversos pronunciamientos, aunque no de reciente incorporación, en los que la Suprema Corte de Justicia de la Nación se ha decantado por negar la procedencia de dicha vía para cuestionar la validez de una reforma a la Constitución. Entre tales precedentes, resalta la ejecutoria de la acción de inconstitucionalidad 168/2007 y su acumulada 169/2007, en la cual la Corte realizó una interpretación restrictiva sobre los alcances del referido medio de control constitucional, en el que concluyó que el artículo 105, al referirse a las normas generales, no comprende a la propia Constitución federal, y que la propia Corte no tiene dentro de su marco competencial la facultad para pronunciarse sobre la constitucionalidad de una reforma a la Constitución federal.
Esto es contrario a la evolución jurisprudencial del constitucionalismo latinoamericano, y también a la opinión de un nutrido sector de la doctrina, pues aun y cuando las constituciones de estos Estados históricamente no suelen contener mecanismos orientados a validar la regularidad de una reforma constitucional, esto no ha sido impedimento para que los tribunales constitucionales, mediante una reconfiguración de su función como garantes de la constitución, asuman su función como órganos revisores de los actos del poder reformador.
Finalmente, sobre el tercer punto, la sentencia de la Corte colombiana es también de gran orientación al establecer que será el máximo tribunal constitucional el órgano encargado de llevar a cabo la delicada tarea de controlar los actos del poder reformador cuando éstos afecten las decisiones fundamentales plasmadas en la Constitución.
Un criterio que ha sido consistente con las decisiones, aunque cuestionadas, que sobre la materia se han desarrollado en otros países de la región, como es el caso del Tribunal Constitucional chileno en la reciente sentencia Rol 9797-20-CPT, una sentencia en la cual, por vez primera, se declaró la inconstitucionalidad de una reforma constitucional y se validó la competencia del máximo tribunal constitucional para llevar a cabo el control de validación normativo.
“El Tribunal Constitucional no puede convertirse en un sustituto del poder constituyente […] tiene una competencia muy acotada, debiendo actuar con prudencia y conforme a los principios de deferencia y de interpretación conforme a la Constitución, reconociendo la esfera de discrecionalidad de que goza el poder reformador…”.
Es por ello que, en nuestro país, este punto hace eco a un reclamo que por años se ha realizado desde la trinchera académica: la transformación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en un auténtico tribunal constitucional. Por décadas, la Corte se ha inclinado no solo por negar la procedencia de una vía para la impugnación de reformas a la Constitución, sino también por negar su propia competencia para ejercer un control de regularidad sobre los actos del poder reformador. Lo que, a consideración de Jaime Cárdenas, ha caracterizado a nuestra Corte como un cuestionable tribunal constitucional, lo que, nos parece, podría deberse a la intención de la Corte de evitar inmiscuirse en asuntos de notoria trascendencia política.
Sin embargo, estas limitaciones autoimpuestas llaman ahora a su puerta y obligan a la Corte a tomar una histórica decisión: ratificar su postura pasiva frente a los actos del poder reformador o reinventarse como guardián final de la Constitución.
“Considerando que la división de poderes es uno de los elementos estructurales de la Constitución mexicana, sin que esto requiera de una mayor explicación, toda reforma que tienda a vulnerar la imparcialidad, la eficacia y la efectividad de la impartición de justicia
será ante todo una reforma encaminada a destruir la propia Constitución”.
Por esto consideramos que no es válido que el poder reformador de la Constitución pueda arrogarse la facultad de aprobar un sistema democratizado para el nombramiento de las personas juzgadoras sin que esto suponga una evidente extralimitación competencial del poder revisor de la Constitución.
Expuesto lo anterior, volvemos a preguntarnos: ¿qué sigue después de la aprobación de la llamada reforma judicial?
La respuesta radica en impulsar la interposición de medios de defensa constitucionales en contra de dicha reforma, por parte de la sociedad civil y/o por cuenta de las autoridades competentes.
Esto a la expectativa de que la Corte, ante una grave amenaza al Estado Constitucional de Derecho, se aparte de sus criterios que hasta ahora han desestimado la procedencia de la impugnación de una reforma a la Constitución y, en su lugar, asuma su función como auténtico tribunal constitucional; esto es, que actúe como la última línea de defensa ante un fraude a la Constitución.